Perú "¡Yacu, yacu!", el grito en quechua retumba por las empinadas laderas de la montaña. Y es que doña Eufrosina Félix Segovia está enojada: de camino a su parcela descubrió que sus vecinos desperdician el recurso natural más valioso que tiene esta zona paupérrima de la región peruana de Apurímac: el agua.
El canal que excavaron en “minka”, como se llama al trabajo comunitario desde el tiempo de los incas, empieza en las praderas heladas a más de cuatro mil metros de altura, donde se capta el escaso líquido cristalino exudado por los glaciares que ceden poco a poco. Ese canal está obstruido y el agua se riega por la calle polvorienta en lugar de llegar a los campos de cultivos más abajo.
Poco tiempo después del estridente grito, aparecen varios hombres pequeños, fibrosos, la piel bronceada y curtida por el sol, la mayoría descalzos o en sandalias rotas y con sombreros de paja. Con palas y hachas y sin muchas palabras, arreglan el desperfecto del canal.
Hay que llegar hasta este rincón de la serranía andina, al sur de Lima, para comprender el peligro que acecha a la capital peruana, que este diciembre es sede de las negociaciones sobre el cambio climático (COP-20).
SE DERRITEN GLACIARES TROPICALES
Perú es uno de los países que menos emisiones de gases de invernadero emite, pero donde se sienten más los impactos del calentamiento global: 70 por ciento de los glaciares tropicales se encuentra en el país andino, casi la mitad está en vías de desaparecer. Y con ellos se esfuma el agua, el recurso vital para los campesinos que han habitado y trabajado la tierra desde la época de los incas. La sierra es la principal despensa de Perú, ya que la costa es desértica y el clima tropical de la selva amazónica no es apto para muchas especies.
El cambio climático remata a un ecosistema maltratado durante siglos donde la deforestación y la sobreexplotación agrícola y ganadera degradaron los suelos y redujeron su capacidad de absorber el agua.
Las vacas y los caballos introducidos por los españoles durante la conquista resultaron fatales para esas praderas tan frágiles, acostumbradas únicamente al suave paso de las llamas. Los cascos de los equinos y bovinos, en cambio, compactan el suelo, sus dientes arrancan las raíces del pasto y dejan atrás un paisaje lunar, árido e infértil.
“La vida es cada año más difícil”, suspira el esposo de Eufrosina, Antonio Anamaría. Tiene 58 años, pero en los últimos 10 ha visto de todo: sequías extraordinarias, granizo que destruye la flor de las plantas, plagas nuevas. Junto con decenas de hombres y mujeres en trajes coloridas está preparando el terreno para sembrar papa, maíz, alfalfa y fríjol. A mano, sobre terrazas pedregosas construidas por los incas.
UNA MONTAÑA SURCADA A MANO
En todo el valle, durante decenas de kilómetros se pueden ver esas líneas paralelas a la montaña. Se ve que fue una región muy fértil en la época inca. Cerca de Abancay, la capital regional, se encuentra la piedra de Sayhuite, una maqueta arquitectónica de una ciudad inca donde todo está planeado alrededor de un complejo sistema de captación y distribución de agua. Pero con la desaparición de la cultura inca y la conquista española, ese saber ancestral quedó en el olvido.
Vito es uno de los pocos pueblos que aún conserva la tradición laboriosa de cultivar en terrazas, aunque ya no queda nadie que conozca el arte de los túneles de riego subterráneos que construían los antepasados. Desde hace muchas generaciones, se riega por inmersión, inundando las terrazas altas desde donde, por gravedad, el agua cae derramada. Es menos laborioso, pero contribuye a la fatal erosión de los suelos.
Gracias a un programa de cooperación entre Suiza (Cosude), la organización internacional Care y el gobierno regional, este año por primera vez los campesinos de Vito van a regar por aspersión con mangueras. Así cultivarán especies nativas como el quinua, un cereal andino alto en proteínas; chocho, una leguminosa andina, y oca, un tubérculo andino parecido a la papa. “Son especies no solamente más nutritivas que las importadas como el trigo y el arroz, sino que según estudios resisten más al cambio climático”, enfatiza el ingeniero Víctor Bustinza, coordinador de Cosude.
Convencer a los campesinos que año tras año sufren los impactos del clima de adoptar esas medidas no fue tan complicado, cuenta Bustinza. Mucho más fue involucrar a los políticos en un tema cuyas amenazas son a largo plazo, más allá de las siguientes elecciones.
Por suerte, en el gobierno regional de Apurímac encontraron funcionarios abiertos que estaban ya sensibilizados porque vieron sus inversiones de desarrollo mermadas por el clima. “Todos los años tenemos emergencias climáticas”, constató Hernán Sánchez, subgerente de recursos naturales.
La región es de las más aisladas, tiene 80 por ciento de pobreza y solamente hay dos ciudades grandes. La mayoría de la población vive todavía de la agricultura. “Nunca nos hemos preocupado por saber de dónde venía el agua, parecía inagotable”, cuenta el funcionario público. “El problema era más bien distribuirla y proveer agua limpia a todos”.
Ahora todos los pueblos tienen tuberías, pero ya no alcanza el agua. Ya estallaron los primeros conflictos entre comunidades por el agua. Las cosechas merman, la juventud se va, sobre todo a las ciudades costeras donde vive 75 por ciento de la población. De esa manera, el cambio climático pone en jaque los avances del desarrollo rural. El gobierno regional entendió, creó un grupo interdisciplinario sobre los retos del cambio climático y con recursos del gobierno central, empezó a reforestar 30 mil hectáreas, sobre todo en las praderas de los altos andinos que juegan un rol importante en la captación de agua.
UNA CAPITAL SEDIENTA
“Para la élite política en Lima, el cambio climático es todavía un problema lejano, pero están equivocados”, advierte Alejo Cochachi, coordinador de la unidad de glaciología de la autoridad nacional de agua. “Desde 1970 la temperatura en los Andes aumentó en 0.7 grados centígrados. Hemos perdido 42 por ciento de nuestros glaciares y en las próximos décadas desaparecerá el 87 por ciento de los restantes”. El ritmo depende de la capacidad de la humanidad para frenar el aumento de la temperatura y de la radiación solar.
Las perspectivas de éxito son lúgubres: en 2012 finalizó el protocolo de Kioto, en el cual los gobiernos del mundo, menos el de Estados Unidos —el mayor contaminador global—, acordaron reducir las emisiones de dióxido de carbono (CO2) un 5 por ciento comparado con los niveles de 1990. Pero al contrario, han aumentado 2.6 por ciento y las décadas desde los noventa hasta ahora fueron las más calurosas desde que comenzaron a registrarse esos datos.
En la COP-18 de Doha, se decidió prolongar el protocolo de Kioto, pero con menos adherentes, muchas reservas y mecanismos cada vez más complejos de compensaciones y permisos que en lugar de disminuir las emisiones, instauraron más bien un régimen mercantil según “el que contamina, paga”.
Es un sistema propenso a la corrupción que creó una inmensa burocracia de “negociantes del clima”, y cuyos beneficios rara vez llegan a quienes realmente se esfuerzan en cuidar los bosques, los mayores captores de CO2. “Los bosques andinos donde prevalecen las coníferas, poco densos y poco extensos, no entran en los mecanismos de compensación como REDD+ que se concentran exclusivamente en bosques tropicales”, critica Bustinza.
Es una decisión burocrática que se puede justificar en términos cuantitativos. Pero no contempla catástrofes como la que se avecina para Lima. “El sur del Perú, donde vive la mayor parte de la población, incluyendo los 9 millones en la capital Lima, depende casi exclusivamente del agua de los glaciares”, dice Cochachi. Todavía no quiere aventurar la fecha cuando se les vaya a acabar el agua.
Tal vez debería hacerlo, aunque sea nada más para sacudir la conciencia de unos negociadores inmersos en cifras y párrafos, y sobre todo de una población que derrocha alegremente más del doble del líquido per cápita que utilizan los habitantes de ciudades desarrolladas como París o Berlín.