En el año de 1994, la Asamblea General de Naciones Unidas declaró el 17 de junio como el Día Mundial de Lucha contra la Desertificación y la Sequía (bajo la resolución 49/115), con el fin de fomentar la conciencia pública sobre este tema.
El lema de este año es “La tierra pertenece al futuro, protejámosla del cambio climático”, el cual hace un llamado a todos los Estados para concientizar sobre las repercusiones que tiene el cambio climático, y la vulnerabilidad del suelo y los ecosistemas.
El cambio climático no sólo ha aumentado las temperaturas a nivel mundial, sino que ha provocado un mayor impacto de los fenómenos climatológicos, como las sequías y las inundaciones, acentuando la escasez del agua y vulnerando las relaciones sociales.
La desertificación es “la degradación de los suelos de zonas áridas, semiáridas y subhúmedas resultante de diversos factores, entre ellos las variaciones climáticas y las actividades humanas”.1 Entre los factores humanos que provocan la desertificación destacan; el sobre cultivo, el pastoreo excesivo, la deforestación y las prácticas inadecuadas de riego.
La Organización de las Naciones Unidas señala que actualmente, 1 500 millones de personas en todo el mundo viven en tierras que están en proceso de degradación, y un 42% de los habitantes más pobres del planeta sobreviven en zonas ya degradadas.2
La ONU define como sequía al “fenómeno que se produce naturalmente cuando las lluvias han sido considerablemente inferiores a los niveles normales registrados, causando un agudo desequilibrio hídrico que perjudica los sistemas de producción de recursos de tierras".3
Entre los efectos que ocasionan la desertificación y la sequía podemos encontrar la degradación del suelo, la pérdida de la biodiversidad y las migraciones humanas, lo que a su vez implica otros costes que en muchas ocasiones las sociedades no toman en cuenta.
La degradación del suelo repercute en la producción alimentaria, fenómeno que no sólo se reduce a las zonas rurales sino también a nivel mundial, dado que la mayoría de la población depende de los cultivos que se dan a nivel rural. La producción alimentaria está en un grave riesgo, puesto que día tras día la demanda de alimentos se incrementa y los suelos cultivables se reducen. Asimismo, cuando las tierras se secan surgen las hambrunas entre los pequeños agricultores y se agrava la pobreza en el campo.
A su vez, la degradación del suelo ha dañado la biodiversidad y ha acrecentado la escasez del agua. Las reservas acuíferas disminuyen a una velocidad sin precedentes, en consiguiente los conflictos por los recursos entre las comunidades surgen y se intensifican.
Igualmente, la pérdida de los medios de subsistencia y el daño irreparable al medio ambiente ha ocasionado desplazamientos migratorios forzosos hacia grandes ciudades en busca de mejores oportunidades. Un gran porcentaje de estas migraciones se dirigen a países desarrollados y se estima que en 2020 alrededor de 60 millones de personas podrían del África subsahariana emigrar hacia el norte de ese continente y a Europa.
Estos problemas son de caracter mundial y México no está exento. El año pasado, el norte del territorio mexicano vivió una prolongada sequía que afectó a una gran parte de la población. En relación a la desertificación, el más reciente estudio de la Comisión Nacional Forestal (CONAFOR) detalla que el 52.6% de la población mexicana vive en tierras que presentan algún grado de desertificación, lo que en 2010 representó 63 millones 128 mil habitantes. Asimismo, los estados que tienen una desertificación severa son: Aguascalientes, Guanajuato, Tlaxcala, Querétaro y Baja California Sur.
Finalmente, no tener conciencia sobre los efectos que produce la sequía y la desertificación es dejar un mundo cada vez más hostil a las nuevas generaciones.